La vida y el amor

La vida es como un río, nunca se detiene. A veces tiene más caudal, sus aguas son más claras y ligeras, fáciles y agradables de beber; otras veces, sin embargo, su caudal disminuye, el agua se vuelve turbia ya arrastra hojas secas, ramas rotas y el peso de todo lo que se ha limpiado en ella. Nadie tiene control sobre su cauce, pero todos controlamos la manera y el momento en el que nos acercamos a él: con miedo a resbalar, caer y mojarnos o con fuerza, valentía y decisión para sumergirnos en él.

El amor, en cambio, casi todos lo vivimos y sentimos igual, aunque a veces nos duela. El amor es ese sentimiento que nos arropa y nos calienta en las noches frías, el que nos hace arder de manera suave, reconfortante, como un abrazo que nos acompaña siempre y nos hace sentir bien, nos ilumina y nos hace brillar. No hay manera de evitarlo, pero tampoco de retenerlo, porque no se ata; se respeta, se cultiva y se comparte.

Ambos, vida y amor, se parecen más de lo que creemos. Los dos son impredecibles, tormentosos y frágiles, pero a la vez infinitamente poderosos y emocionantes. Nos invitan a dejarnos llevar y a perder el miedo a caer, a sufrir y a equivocarnos. Llegan a nosotros para recordarnos que, a cada momento, en cada instante, la verdadera riqueza está en lo vivido y cultivado, no en lo acumulado.

Porque al final del camino, cuando todo se acaba, nadie se lleva más que aquello que ha sentido y llenado su alma. El amor que damos, la intensidad con la que amamos, los gestos sinceros, las veces que damos luz y ayudamos a los demás a brillar, es lo que queda en la memoria de los que aquí se quedan. Por eso, cuando la vida nos parezca pesada, aburrida o injusta, conviene recordar que nosotros mismos la hemos elegido y no hemos venido a ella a entenderla, sino a vivirla intensamente y amar y ser amados.

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