Como cada noche, Lucía se encerró en su cuarto para leer el libro, ese donde las palabras parecían cobrar vida bajo la tenue luz de su lámpara de estrellitas, el que encontró escondido tras una de las estanterías de la antigua biblioteca del pueblo. Ella no lo sabía pero en él, había más que una simple historia de ficción. Entre sus hechizos, recetas y esos extraños dibujos de símbolos, había algo de verdad, algo que le heló la sangre al verlo: una lista de nombres. Todos pertenecían a mujeres que habían sido ejecutadas por brujería en el siglo XVII en Telde, al menos eso le había dicho Fernando, su profesor de historia. Uno de los nombres, destacado en rojo, era Ana de Tara… seguido de un apellido: González. Su apellido materno.
Elena sintió que la habitación giraba, la piel se le erizaba y un escalofrío se apoderaba de ella. Su abuela siempre había sido muy reservada sobre su historia familiar. Nunca le contaba nada que tuviera que ver con su infancia, con sus tías, con sus bisabuelos… y ahora entendía por qué. Las mujeres de su linaje habían sido perseguidas, acusadas de brujería y quemadas en la hoguera.
Pero lo más perturbador era la última frase del libro: «La sangre de Tara nunca se extingue. La última heredera despertará el poder que ahora dormita.»
Y ese momento, parecía haber llegado. Lo que hasta ahora había sido una vida tranquila, como una niña cualquiera de su edad, se convirtió en un constante encender y apagar de luces, apariciones de sombras en los espejos, susurros a su espalda, objetos colocados donde nunca estuvieron. Pero lo más inquietante fue lo que le ocurrió la noche del 23 de junio, cuando encontró marcas grabadas en la pared situada tras el cabecero de su cama: símbolos idénticos a los del libro que nunca habían estado allí…¿o sí?