Una vela en el portal

Esa noche, el portal olía a cera derretida.

Alguien había dejado una vela encendida junto a los buzones, dentro de un vasito de cristal lleno de sal gruesa. No era una decoración de Halloween, pues no era naranja; era una de esas velas que se compran en las tiendas de los chinos para los difuntos, blancas y sencillas, dentro de un envase de color rojo, sin dibujos.

A su lado, un papel:

“Para los que aún no han vuelto.”

Nadie sabía quién la había puesto. Ningún vecino había visto nada.

Doña Nieves, la señora del primero, dijo que escuchó pasos en el portal sobre las tres de la mañana, pero cuando miró por la mirilla, no vio a nadie. Abrió la puerta y se asomó a las escaleras, pero abajo tampoco había nada fuera de lugar. Don Tomás juró que era algo de brujería pues la llama no se apagaba ni con las corrientes de aire al abrir la puerta, y eso que el viento del norte soplaba con rabia aquel día.

Yo pasé frente a la vela dos veces. La primera, al llegar del trabajo. La segunda, cuando bajé a tirar la basura. En ambas, la llama pareció inclinarse hacia mí, como si me reconociera y me saludara. 

Esa misma noche soñé con mi hermano.

Estaba en la puerta del portal, descalzo, con la ropa que llevaba el día que tuvo el accidente de coche. Me sonrió, y dijo algo que no entendí del todo:

—Ya casi.

Al despertar, bajé decidida al portal —antes incluso de lavarme la cara— y vi que la vela seguía encendida, pese a toda la cera derretida que había en el suelo. En la nota, ahora había una frase nueva: 

“Uno menos por esperar.”

Subí corriendo las escaleras con el corazón desbocado. En el rellano del tercero, el viento movía mi puerta, que había quedado entreabierta. Dentro, el aire olía a sal y a flores marchitas.

Sobre la mesa, justo en el centro, alguien había dejado un vasito de cristal vacío.
Y dentro, la llama aún temblaba, sin cera, sin fuego, solo la luz.

Compartir esta noticia: