EL NOGALITO

La tarde era calurosa, por eso aprovechó y se sentó en el viejo taburete de tea entre la higuera, que estaba verde y frondosa a reventar de higos, y el duraznero, ya sin frutos. La estratégica ubicación le permitía otear el viejo camino público, que antes era paso obligado de los vecinos hacia la ciudad, y ahora tenían que estar, constantemente, limpiando las malas yerbas que insistían en reclamar su espacio.

Sus ojos cansados vieron cómo bajaban por el camino dos hombres fuertes, con grandes sogas colgadas al hombro, y una imponente sierra que parecía recién comprada. Un suspiro salió de su boca sin darse cuenta, entonces, su nieta le preguntó:

—¿Qué te ocurre, abuela Martina?

—Nada, mi niña, es que ahora es raro ver a gente pasar por aquí.

—¿Lo dices por los dos carpinteros? ¿no te han dicho que van a cortar…?

—¿El viejo nogalito?

—¡Eucalipto, Abuela! ¡Se dice eucalipto! Sí, al parecer quieren intentar fabricar muebles con él, porque es muy grande y muy grueso.

Sin mediar palabra alguna, la abuela se puso en pie y se dirigió derecha al camino. La nieta la siguió. Caminaba rápido, como hacía tiempo que no hacía. Enseguida, pasaron el seco naciente de agua, y en menos de dos minutos, estaban junto al árbol, al que los madereros, antes de cortarlo, ataban con las sogas para intentar dirigir su caída. Varias lágrimas brotaron entonces de su cara.

—¿Qué te ocurre abuela? —volvió a preguntar la nieta.

—Ya no se ve, pero ahí, en medio, estaba tallado el nombre de tú abuelo Prudencio. Cuando la Guerra Civil, se negó a entregar las vacas, las necesitábamos para comer, y prepararon todo para ahorcarle. Sin embargo, Matías, un vecino que pertenecía a su bando, y que, aunque no se llevaba con tú abuelo, se decidió a hablar con ellos, convenciéndolos de que sólo era un pobre padre de familia, y lo dejaron con vida. Ese árbol ha estado ahí creciendo desde entonces, recordándonos lo que pudo ser, y no fue.