¿Qué han hecho los intelectuales y la gente de la cultura de La Palma tras el volcán? ¿Han firmado algún manifiesto los escritores, los profesores, los autodidactas, los profesionales, los artistas, para reclamar la atención prometida a los damnificados y que no les llega de manera efectiva? ¿Han elaborado alguna forma de protesta para reclamar a las autoridades ayuda real después de tantas visitas, luego de tantas promesas y tantas fotografías ilusorias? ¿Han gestionado alguna concentración delante de la Delegación del Gobierno, el Cabildo y los ayuntamientos afectados? ¿Han apoyado alguna de las plataformas creadas por los afectados?
En una reciente reunión con amigos de diversas procedencias, me formularon esta pregunta incómoda, y pensé que entre todos hemos querido olvidar cuanto antes la memoria del volcán, ese daño inmenso en la economía del valle de Aridane, esa pérdida de población, esa derrota de camas turísticas, esa sepultura de fincas y más fincas de plataneras, esa desaparición de vías de comunicación, esa evaporación de puestos de trabajo. Como si el volcán se hubiese quedado en un mal sueño, o en una desafortunada pesadilla. Como si tuviéramos que dejarnos abatir por el fatalismo, aquel pensamiento de nuestros abuelos: “el culpable es el destino.”
Hemos visto las declaraciones de unos y otros, hemos contemplado también los silencios de unos y otros, y llegamos a la conclusión de que no hemos estado a la altura. Tan solo una mujer, Lucía Rosa González, ha escrito su queja y su llanto, tan solo ella se ha rebelado al haber perdido tantas cosas tras la erupción, tan solo ella ha analizado los errores y la grandilocuencia de los políticos. Los demás nos hemos manifestado débilmente, tan débilmente que nuestra protesta no está presente en sitio alguno.
La larga pandemia, el incendio y luego la erupción, demasiadas adversidades. Y la gente sigue sufriendo, y algunos se siguen yendo, y otros siguen tomando una ingente cantidad de fármacos, y otros no pueden acceder a sus viviendas y otros siguen muriendo, y no hemos conocido informes certeros sobre la forma en que los gases volcánicos han podido incidir sobre la población, cuáles han sido sus efectos sobre la salud de tanta gente durante los meses de la erupción y ahora mismo. Y los que no hemos perdido fincas ni casas ¿nos hemos puesto de verdad en la piel de los que sufren? ¿Hemos parado la entrada de las infames viviendas de madera y los contenedores insalubres que el Estado presta a quienes se quedaron con las manos vacías? ¿Nos hemos solidarizado con quienes siguen viviendo en las docenas de furgonetas acampadas aquí y allá?
No estamos a la altura de las circunstancias. No hemos sido capaces de firmar un documento solidario y de repulsa ante la situación, no hemos convocado ninguna concentración, no hemos protestado cuando antes redactábamos manifiestos sobre esto y aquello.
Los que estamos dentro de la isla y los que estamos fuera de ella ¿vamos a seguir escondiendo la cabeza bajo el ala, como los avestruces, mientras se trampea con cien demagogias e inexactitudes?
Más allá de la queja y del victimismo, tal vez sea todavía la hora de decir basta al gozo triunfal de los funcionarios y a los análisis inflados de patrioterismo, que van a multiplicarse en tiempo de elecciones. Más allá de los cantos de sirena, el Estado no ha hecho todo lo que tenía que hacer. Y los gestores de los asuntos públicos tampoco. Y una dañina superburocracia frena muchas ilusiones, añade trámites engorrosos, aparca las soluciones. Y nosotros, los que tenemos algún prestigio por nuestra creatividad, por nuestra intentona de comprometernos, hemos quedado en la foto con cara de tontos. Mejor dicho: ni siquiera hemos salido en la foto, no fuimos capaces de hacernos ver.