Donde el alma florece por Olga Valiente

La luz del sol se filtraba entre las hojas, bañando de dorado los rincones del planeta. Los árboles susurraban secretos al viento, mientras las flores, siempre atentas, abrían sus pétalos para escuchar. Allí, en el corazón de aquel bosque mágico, estaba ella.

Aina, con sus treinta años, llevaba en su mirada la chispa indomable de la infancia. Desde pequeña, había sentido una conexión especial con la naturaleza. Decía que los árboles hablaban, que las flores tenían nombres, y que las mariposas llevaban mensajes si uno sabía escuchar. Nadie le prestó atención. Creció entre risas escépticas, pero nunca dejó de ver el mundo con asombro.

Su vida siguió el camino esperado: estudios, trabajo, una ciudad que la atrapaba en rutinas. Pero un día, sin razón aparente, se despertó y comprendió que debía volver. Volver al lugar que solo había visitado en su imaginación. Regresar a aquel claro del bosque que solo su alma conocía.

Llegó con una mochila y sin planes. Y fue allí, en ese instante suspendido entre el canto de los pájaros y el aroma de las flores silvestres, cuando entendió que el tiempo no era lineal. Todo lo que fue, lo que podría ser y lo que ya no contaba, se unía en ese lugar justo donde estaba.

Llevaba un vestido sencillo de color mostaza que se fundía con el suelo y el sol. Su trenza, larga y robusta, era como una raíz que la conectaba con el pasado. Entrecerró los ojos y sonrió. En su interior, escuchaba una voz suave: “Has vuelto. Por fin.”

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