LA MISIÓN DE SAN ANTONIO Mª CLARET Y LA EPIDEMIA DE CÓLERA DE 1851 EN LA VILLA DE TEROR

 

EL PADRITO CLARET

“Del santo que conocieron nuestros abuelos y el grande mal con que el infortunio castigó a la ínsula de la Gran Canaria en el tristemente recordado año del cólera”

San Antonio Mª Claret nació en Sallent (provincia de Barcelona) en 1807; en 1829 ingresó en el Seminario de Vich, después de haber realizado en Barcelona estudios comerciales y técnicos. En un viaje a Roma (1839) entró en el noviciado de la Compañía de Jesús, pero a causa de una enfermedad abandonó la Compañía y regresó a España donde en 1840 le asignaron el gobierno de la parroquia de Villadrau.

En la década de 1840 ejerció como misionero en Cataluña y en Canarias. Llegó a Tenerife el día 11 de marzo de 1848, acompañando al recién nombrado Obispo de la Diócesis don Buenaventura Codina y Augerolas, prelado de tan sentida memoria para todos los grancanarios. El Padre Claret comenzó su misión en la Catedral de Las Palmas de Gran Canaria el día de San José. Su labor misionera, que le llevó por todos los rincones de la isla y por Arrecife y Teguise en Lanzarote, duró hasta el mes de mayo de 1849, dejando una estela que marcó a nuestro pueblo durante muchos años,

Los vecinos de Teror tuvieron el primer contacto con “El Padrito” Claret en la entonces todavía villa de Arucas, cuando comenzaron las misiones en su iglesia parroquial que transcurrieron del 18 de julio de 1848 hasta fines del mismo mes. Desde los distintos barrios de la Villa, subiendo hasta La Pedrera y bajando luego por el camino hasta Arucas, los terorenseses de entonces alumbrándose con hachas y faroles, una vez terminaba la jornada de trabajo iban a oír los sermones del Padrito. Hasta muchos años después aún perduraba el recuerdo del verbo encendido, el candor y el fervor que transmitía este cura catalán que tan honda impresión dejó entre las gentes de toda la isla.

El gentío en Arucas fue enorme durante estas dos semanas y noche tras noche, comiendo en la plaza y alrededores de la iglesia, centenares de canarios asistían a sus pláticas con el convencimiento de estar oyendo las palabras de una persona santa. Contaban de él toda suerte de beneplácitos y hechos milagrosos, y en este verano del 48 toda la comarca vivió por y para la Santa Misión del Padre Claret. Los habitantes de Teror pudieron seguir su recorrido que les llevó un mes más tarde a la villa de Teror el 27 de septiembre de 1848, y donde, nada más llegar, curó de su ceguera a una vecina del Recinto, doña Jerónima Herrera Quintana y a su hijo enfermo en cama, don Bernardo Guerra Herrera.

Aquí volvieron a repetirse y multiplicarse las escenas de santidad y veneración por su persona y su misión fue extraordinaria en conversiones, cuidó la catequesis infantil, visitó enfermos,…y en sus sermones nocturnos alentó con fervor el rezo al Rosario y el amor a la Virgen.

Él mismo, en carta al obispo de Vich, fechada el día del comienzo de su misión en la Villa y escrita en su Palacio Episcopal que aún existe, explicaba claramente cuál era la huella que en su ánimo habían dejado la tierra y las gentes canarias:

“Al Ilmo. y Rvdmo. Sr. Obispo de Vich.
Teror, 27 de Septiembre de 1848.
Mi Sr. y Dño. digno de toda mi veneración y aprecio: … Al llegar a esta isla al momento empezamos la misión en la Catedral; el Sr. Obispo hacía el punto doctrinal y su servidor el sermón moral; el lunes inmediato empecé la misión y Mes de María en la ciudad de Telde, y de aquí, sin parar nunca, he hecho misión en otras poblaciones, V. gr.: Agüimes, Arucas, Gáldar, Guía, Moya y Teror, en que me hallo misionando. Tengo que predicar en las plazas, porque la gente no cabe en las iglesias;…

Yo voy solo y desamparado, predicando y confesando día y noche, y no obstante, las gentes se han de esperar nueve días con sus noches, antes no les toca su vez; traen de sus casas su zurrón de harina de maíz, que llaman gofio; y así viven y esperan. Son muy constantes y perseverantes en los propósitos de la Misión, de suerte que por ésta, junto con otras virtudes que les veo practicar, me tienen de tal manera robado el corazón que será para mí muy sensible el día en que los tendré que dejar para ir a misionar a otros lugares…”

Una noche en medio de uno de sus sermones predijo para el pueblo de la isla una calamidad que según él no tardaría mucho en llegarles. Antonio Mª Claret anunció a sus ensimismados fieles que “…pronto sobrevendría sobre la isla una epidemia y una calamidad tan grande que no habría padres para hijos ni hijos para padres”, y tal como declararon tres décadas más tarde los párrocos de Teror y Valleseco, don Judas Antonio Dávila y don Francisco Caballero del Toro:

“El don de profecía parece lo poseía, pues según refieren personas que lo oyeron y que son de conocida honradez y cristiandad, recuerdan haberle oído estas palabras:”Vendrá dentro de poco una mortandad tan grande, que no habrá ni padre para hijo, ni hijo para padre, porque será una gran calamidad”….,

Sus palabras que tanto calaron en el ánimo de los canarios de entonces, volvieron con dolorosa crudeza a las mentes de todos aquellos que las habían oído cuando comenzando el verano de 1851, Gran Canaria se vio sumida en uno de los más tristes episodios de su historia: la epidemia de cólera morbo de 1851, “el año del cólera” como sería recordado durante mucho tiempo por los que lo sufrieron y las generaciones posteriores.

Antonio Mª Claret continuó en los años siguientes su labor de apostolado, fundó diversas instituciones religiosas, como la Congregación de Misioneros Hijos del Corazón Inmaculado de María, fue nombrado Arzobispo de Santiago de Cuba y en 1857 fue designado confesor de la reina Isabel II . Pero siempre el pueblo de Gran Canaria, de Teror, de El Palmar decimonónico, le recordó como el Santo Padrito que tan bien hablaba de Dios y los hogares del pueblo se llenaron con estampas de su figura y ejemplares de sus libros; su Catecismo (el que redactó especialmente durante su misión y aquí se imprimió, como el que “…explicado y adaptado a la capacidad de los niños” se reeditó innumerables veces) y, sobre todo, su libro “Camino recto y seguro para llegar al cielo” que estuvo en la cabecera de los grancanarios durante décadas y marcó una impronta indeleble en el sentir y actuar, sobre todo en las gentes de los campos de la isla, hasta bien avanzado el siglo XX.

Beatificado por Pío XI en 1934, en 1950 fue canonizado por Pío XII y un año más tarde proclamado compatrono de la Diócesis de Canarias conjuntamente con la Virgen del Pino.

Para desgracia de los habitantes de la isla, las palabras del Padrito augurando una gran desgracia se hicieron realidad para los que en ellas creyeron sin haber pasado tres años. A fines de mayo del año 1851 cuando una epidemia de cólera invadía toda Europa, una lavandera del barrio de San José en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria recibió como acostumbraba un hato de ropa sucia para lavar de un marinero del barco “El Trueno” procedente de Cuba donde también hacía estragos la enfermedad. Unos días más tarde, el 24 de ese mismo mes, fallecía la lavandera María de la Luz Guzmán con todos los síntomas del cólera en el proceso que dio lugar a su muerte. Tras sucederse otras muertes en los días siguientes con los mismos síntomas, la junta facultativa formada por los médicos de la ciudad de entonces, tras visitar el barrio infectado y reunidos en la tarde del día cinco de junio en el domicilio del subdelegado de medicina, el doctor Roig, declararon oficialmente la presencia en Gran Canaria del cólera morbo asiático.

El agente productor de la enfermedad comenzaba por invadir el intestino. Se difundía básicamente en los meses de verano, remitiendo su incidencia siempre a comienzos del otoño. La ingestión de aguas contaminadas y el contacto directo con los enfermos eran las principales causas de propagación de la epidemia. Los síntomas iniciales eran unos fuertes dolores abdominales, seguidos de diarreas, que se hacían cada vez más numerosas. Luego aparecían los vómitos, la sed desesperada, la piel se arrugaba y el descenso de la temperatura corporal que bajaba hasta los 32 grados. En el proceso terminal de la enfermedad aparecían los calambres, la piel se volvía cianótica, los ojos se hundían y un sudor viscoso recubría al enfermo que en pocas horas moría.

El Ayuntamiento de la Villa de Teror, reunido en pleno el día 12 de junio de 1851 acordó, siguiendo las directrices emanadas del edicto remitido desde Las Palmas para preservar la salud pública del contagio del mal ya detectado en la ciudad y mantener el orden público, designar a los distintos miembros de la corporación de entonces y a otros vecinos como vigilantes para impedir el paso de personas extrañas a los distintos barrios de la jurisdicción del municipio.

El Ayuntamiento remitió el mismo día un oficio a Valleseco en el que le solicitaba establecer una guardia de observación en los puntos denominados La Peña, San José del Álamo y Lomas de las Caldereras para impedir el paso a toda persona procedente de la ciudad de Las Palmas y de los pueblos que con ella se comunicasen, a lo que el Ayuntamiento de este pueblo, reunido también ese mismo día bajo la presidencia de don Manuel Sarmiento, acordó constar que no convenía lo que se pedía en vista de lo que establecía la R. O. de 18 de enero de 1849 que ordenaba no establecer cordones sanitarios por ser absolutamente inútiles para evitar el contagio.

La ciudad de Las Palmas al completo decidió escapar, correr hacia los campos, alejarse del mal; unos, con mejor suerte aparentemente, hacia sus haciendas en Tafira, Monte Lentiscal

EL PÚLPITO DESDE EL QUE MISIONÓ EN TEROR

o a los pueblos del interior y las cumbres; la mayor parte, en huida desesperada y sin un destino determinado. Cientos de personas que, cogiendo lo que pudieron y en grupos familiares o con amigos, andando o en caballerías subieron hacia las medianías pensando en escapar de la epidemia cuando lo que estaban haciendo en realidad era extenderla por toda Gran Canaria.

Por ello, pese a todas las medidas adoptadas, fue imposible impedir la entrada en el término del municipio terorense de estas personas que huían de la ciudad; y el 11 de junio, tan sólo seis días después que en Las Palmas se declarase oficialmente el cólera morbo; en los Arbejales, un hombre de unos treinta años que entró en el barrio acompañado de algunas mujeres que lo abandonaron en una casa deshabitada cuando se le manifestaron los síntomas de la enfermedad, moría y era enterrado en el mismo barrio. Con esta primera víctima comenzaba a desarrollarse en Teror la epidemia de más triste recuerdo de la historia de Gran Canaria. La población existente en el momento de comienzo de la epidemia era de unos 3.150 en 1850 y de ellos fallecieron unas 332 personas que hicieron necesaria la habilitación de varios cementerios; uno de ellos en la zona conocida como San Matías.

A partir de este día, la nefasta epidemia se extendió por todo el término municipal y arrasó con familias enteras que no acertaban a adivinar en su desesperación porqué estaba sucediendo todo aquello ni la mejor manera de librarse de sus consecuencias.

La epidemia no respetó ni edades ni sexo y durante varias semanas de aquel verano los habitantes de Toni Teror asistieron atemorizados al fallecimiento diario de muchos parientes y vecinos sin que los que iban salvándose del contagio pudieran hacer nada por ellos.
La epidemia que desde el 11 de junio hasta el 23 de agosto en que se dio por concluida se extendió por toda la jurisdicción terorense cayó implacable sobre las personas de peor condición socio-económica y dejó al vecindario del pueblo, ya abatido por los periodos de sequía y hambrunas de la década de 1840, aún más hundido durante años.

Tal fue el impacto que causó en la mentalidad de entonces, que “el año del cólera” fue tristemente rememorado hasta bien entrado el siglo XX, y su recuerdo uno de los peores que han conformado el sustrato socio-histórico de los terorenses, y los grancanarios en general, de toda una centuria.

José Luis Yánez Rodríguez.
Cronista Oficial de Teror.